Hace poco tiempo, la psicóloga Naomi Eisenberger, sacó a la luz que existe un gen (OPRM1) cuya mutación modifica la recepción de los opioides, o lo que es lo mismo, nos hace más propensos a la depresión.

El experimento consistió en utilizar a diversos voluntarios para que jugaran a un juego de ordenador llamado Cyberball, mientras, al mismo tiempo, se les examinaba el cerebro con un equipo de resonancia margnética.

El resultado fue que cuando la gente se sentía excluida, veíamos actividad en la porción dorsal de la corteza cingulada anterior, la región neural involucrada en el componente “de sufrimiento” del dolor, de manera que las personas que se sentían más rechazadas eran las que tenían mayor nivel de actividad en esta región.

Explicado con palabras más coloquiales, el sentimiento de exclusión provocaba el mismo tipo de reacción en el cerebro que podría causar un dolor físico.

Otra conclusión que se sacó de dicho experimento es que, a lo largo de la evolución del ser humano, se ha ido creando dicho vínculo en el cerebro entre una determinada conexión social y el malestar físico, ya que, para un mamífero, estar socialmente conectado con quienes lo cuidan es necesario para su supervivencia.

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